Él consideraba que el “liberalismo” inglés no fue revolucionario (no en su esencia, quizás sí en algunos accidentes), sino que fue una reacción ante un estado que, como el Leviatán de Hobbes, pretendía crecer “ad infinitum” sobre las vidas y haciendas de los ciudadanos. El paradigma—me decía—era Burke quien, al mismo tiempo que Whig, aborreció de la Revolución francesa y todas sus consecuencias. La llamada “Revolución Inglesa” del siglo XVII—insistía—no fue realmente una revolución, sino la reacción ante el totalitarismo de los últimos Estuardos. Y, tanto fue así, que los Tories del siglo XIX y XX eran los descendientes de los antiguos Whigs, mientras que los nuevos liberals giraban a la izquierda, mirando a la Francia revolucionaria con agrado. “Ahí tenemos a los personajes tan queribles de Wodehouse y Waugh”, afirmaba. Agregaba que, la cuestión religiosa (anti-católica) estuvo más movida por un sentimiento patriótico que por el odium fidei y, por eso, apenas Gran Bretaña se consolidó como Imperio, no tuvo problemas en “liberar” a los católicos—más allá de ciertas reacciones (como las Gordon riots) motivadas más por la ignorancia que por otra cosa (“ahí está—me comentaba—el papel de los cisalpinos católicos intentando ilustrar a las masas y rechazando los libelos anti-papistas, al mismo tiempo que juraban lealtad a los Hanover”). Decía que, esto mismo, se repetía luego en los Estados Unidos y ahí tenemos de prueba a personajes que, como los paleo-conservadores (o, incluso, los libertarios), partiendo de ese “liberalismo” Whig que había hecho la Revolución Americana (también para él, una reacción tradicional), arribaban a posturas y principios similares a los nuestros en varias cuestiones.
Por mi parte, sostenía en nuestras discusiones que el liberalismo inglés era verdadero liberalismo (revolucionario) y que sus diferencias con el liberalismo continental eran más aparentes que reales, una cuestión más de grado que de esencias distintas. Le pedía que recuerde cómo los franceses del siglo XVIII llamaban “ideas inglesas” a las que venían a subvertir el estado de cosas del Ancien Régime. No debemos olvidar, le decía, que el modelo de Montesquieu era justamente la constitución británica (aunque fuese una “mala traducción”—como tiempo después sería la famosa obra de Tocqueville respecto a la sociedad estadounidense). También le recordaba el papel minoritario que tuvo la postura de Burke en su partido y cómo se detuvieron los “cambios” que proponían los Whig como resultado del conflicto bélico con la Francia revolucionaria primero y napoleónica posteriormente. Le demostraba con un simple cronograma que la “libertad” que proclamó la Revolución inglesa se limitó en la práctica a la libertad económica de la burguesía británica y los nouveaux riches (favorecidos por la Reforma) quienes, justamente, pasadas un par de generaciones, engrosarían la alta nobleza, la parlamentaria, el peerage. Esto lo comprendieron perfectamente aquellas familias católicas “recusantes” que, tras la derrota jacobita de 1745, juraron lealtad a los Hanover abriendo el camino para la emancipación de los católicos (no casualmente comenzada primero con los “derechos económicos” y culminada, sólo en 1829, con los “derechos políticos”). “Ahí estaban—le repetía—los eternos textos de Chesterton y Belloc contra la aristocracia británica y los conservadores”. Conservadores, derechas que, como siempre ha sucedido, sólo conservan el statu quo de las situaciones de injusticia creadas por las revoluciones que impulsaron sus padres. Ahí están los dos Pitt como paradigma.
Había olvidado un poco estas discusiones cuando volví a leer una traducción del Padre Castellani a “Dukes” de Gilbert Keith Chesterton. He aquí la traducción de 1940, recopilada en Crítica literaria:
El duque de Chambertin-Pommard era la minúscula pero vivaz reliquia de una familia realmente aristocrática, cuyos miembros fueron casi ateos hasta el tiempo de la Revolución Francesa, pero desde este suceso, tan benéfico en algunos aspectos, eran extremadamente devotos. El Duque era un realista, un nacionalista y un patriota acendrado—dése estilo que consiste en predicar constantemente que la patria está no tanto en peligro cuanto del todo arruinada. Escribía chispeantes articulemos en la prensa maurrasiana titulados: El Fin de Francia o La última alerta y todo eso, y estaba dando la última mano a un cuadro del Kaiser galopando sobre una alfombra de postrados parisienses, con un fulgor de patriótica exultación. Era sumamente pobre y hasta sus amigos y relaciones eran impechables. Paseaba vivazmente hasta una modesta fondita para sus diarias comidas y allí tenía el aspecto de uno cualquiera.
Viviendo en una comarca donde no existe aristocracia tenía una alta opinión de ella. Añoraba las espadas y las estatuarias maneras de los Pommards antes de la Revolución—muchos de los cuales habían sido (en teoría) republicanos. Pero todavía con más práctica afición se volvía hacia una región de Europa donde la tricolor nunca llegó a flotar y los hombres nunca fueron torpemente igualados delante la ley. La miel y el consuelo de su vida era Inglaterra, que toda Europa mira como la única pura aristocracia sobreviviente. Tenía además un vago gusto por el deporte y criaba un dogo inglés, creyendo que el inglés era una raza de dogos, de heroicos hidalgos y corajudos mesnaderos, porque leía todo eso en los diarios ingleses conservadores, escritos por exhaustos tinterillos semitas. Pero su principal lectura era desde luego en los diarios conservadores franceses, y fue allí donde se enteró del horrible asunto del Budget. Allí leyó la confiscatoria revolución planteada por el Gran Lord Guardasellos, el siniestro Lloyd Georges. También leyó cuán caballeroso el Príncipe Sir Arturo Balfour de Burleigh había desafiado a este demagogo, apoyado por Austen el Lord Chamberlain y el gayo y agudo Walter Lang. Y siendo un listo partidario y un periodista capaz, decidió hacer una visita a Inglaterra y reportar a su periódico acerca de la batalla.
Rodó por una eternidad en campo abierto, entre hermosos bosques, con, en el bolsillo, una presentación a un Duque que debía presentarlo a otro Duque. Las interminables innumerables galerías de azarosos pinares le daban la extraña impresión de ser transportado por los incontables corredores de un sueño. Pero el vasto silencio y la frescura curaban su irritación contra la inquietud y fealdad urbana. Parecía un propio escenario para el retorno de la caballería. En tal foresta podía un Rey con corte y todo perderse cazando, o un andante caballero perecer sin más compañía que Dios. El mismo castillo donde abordó era un poco más reducido de lo esperado, pero lo hechizó con su perfil almenado y romántico. Iba ya a saltar, cuando alguien abrió dos enormes valvas a un lado y el vehículo rodó rápido adentro.
—¿No es la casa?—preguntó al cochero.
—No, señor—dijo el cochero controlando una sonrisa—, es el puesto.
—Ah, sí—dijo el Duque de Chambertin-Pommard—. Aquí es donde comienza la tierra del Duque.
—¡Oh, no!—dijo el hombre, enteramente boleado—. Hemos estado en tierras de Su Alteza todo el día.
El francés agradeció y se reclinó en el carruaje, sintiendo como si toda cosa fuese inmensamente vasta y grande, como Gulliver en el país de los Gigantes.
Aportaron al frente de una larga fachada de un edificio más bien severo, y un hombrecillo negligente en cazadora y bombacha descendió rápido los escalones. Llevaba flojos bigotes rubios y azules opacos aniñados ojos: sus facciones eran vulgares, pero su acogida extremadamente amable y hospital. Era el Duque de Aylesbury, quizá el terrateniente mayor de Europa, y conocido sólo como gran criador de caballos antes que empezara a escribir cartitas a los diarios acerca del Budget. Condujo arriba al Duque francés, parlando nonadas con cordialidad, y allí le presentó otro más importante oligarca inglés, que se alzó de un escritorio con un elance levemente senil. Tenía calva luciente y anteojos, media cara enmascarada con una corta barba oscura, que no escondía una sonrisa de agrado, no desprovista de rigor. Pendía un poco al caminar, como un viejo empleado o cajero; y aun sin el talonario de cheques en su mesa, habría dado la impresión de un negociante o mercader. Vestía un ligero terno gris. Era el Duque de Windsor, el gran estadista conservador. Entre estos dos amigables compinches, el pequeño galo estaba erguido en su levitón negro, con la monstruosa gravedad de la ceremonia francesa. Esta rigidez llevó al Duque de Windsor a ponerlo cómodo (como a un subalterno) y a decir, frotando las manos:
—Encantado con su carta…encantado. Muy satisfecho si puedo proporcionar a usted… este… algunos detalles.
—Mi visita—dijo el francés—difícilmente permitirá el metódico agote del detalle. Voy detrás de la idea. La idea, que es siempre la cosa inmediata.
—Exactamente—dijo el otro enseguida—, exactamente… la idea.
Sintiendo vagamente que era su turno (el inglés habiendo dicho todo lo que se podía esperar), Pommard continuó:
—Quiero decir, la idea de aristocracia. Yo consideró ésta como la última gran batalla por la idea. La aristocracia, como todo lo demás, debe justificarse ante la humanidad. La aristocracia es algo bueno, porque mantiene una pintura de la dignidad humana en un mundo en que tal dignidad está por todo ofuscada por serviles menesteres. Sólo la aristocracia mantiene una alta reticencia de cuerpo y alma, una cierta noble reserva entre los sexos, por ejemplo.
El Duque de Aylesbury, que tenía un nebuloso recuerdo de haber chuflado un sifón de soda descote abajo de una Condesa la noche antes, parecía un poco mohino, como si lamentara el espíritu teórico de la raza. El Duque más viejo se rió cordialmente y dijo:
—Bien, bien, usted sabe: nosotros ingleses somos horriblemente prácticos. Para nosotros la gran cuestión es la tierra. Aquí en el campo… ¿conoce usted esta parte?
—Sí, sí—dijo el francés vivamente—. Comprendo lo que dice. ¡El campo! ¡La antigua vida simple de la humanidad! ¡Una cruzada contra las sucias apretadas urbes! ¿Qué derecho tienen esos anarquistas para atacar vuestras sólidas y prósperas campañas? ¿Acaso todo no ha prosperado bajo vuestra dirección? ¿Y acaso las aldeas inglesas no devienen día a día más grandes y alegres bajo la entusiasta conducción de vuestros dinámicos Squires? ¿No existen las Fiestas Mayas? ¿No existe la Gaya Inglaterra?
El Duque de Aylesbury hizo un ruido en la glotis y luego dijo distintamente:
—Todos se van a Londres.
—¿Todos se van a Londres?—repitió Pommar con mirada absorta—. ¿Por qué?
Esta vez nadie respondió y Pommard tuvo que partir de nuevo.
—El espíritu de aristocracia es esencialmente opuesto a la codicia de las grandes ciudades industriales. Sin embargo, hay hoy día en Francia uno o dos nobles tan viles como para mercantear carbón o tejidos y mercantear fuerte.
El Duque de Windsor miró la alfombra.
El Duque de Aylesbury fue y miró afuera de la ventana. Al fin el último dijo:
—Vea, eso es medio duro. Uno tiene también que rebuscárselas en la ciudad.
—¡No diga eso!—gritó el pequeño francés irguiéndose—. Yo les aseguro que toda Europa es una viva batalla entre el negocio y el honor. Si no luchamos por el honor ¿quién luchará? ¿Qué otro derecho tenemos nosotros patudos pecadores a títulos y cuarteles en el escudo, anoser el que estamos mal que bien sosteniendo en el mundo cierta idea de dar cosas que no pueden exigirse y evitar cosas que no pueden castigarse? Nuestra única obligación es que somos una valla en toda la Cristiandad, contra el judío prendero y mercachifle, contra los Goldstein y los…
El Duque Aylesbury se volvió redondo, las manos en los bolsillos.
—Oh, pucha—dijo—; usted ha estado leyendo a Lloyd George. Nadie si no es un chancho comunista puede decir una palabra contra Goldstein.
—Y yo no puedo permitir por cierto—dijo el Duque viejo lamentándose medio temblón—que el respetado nombre de Lord Goldstein…
Quería ser impresionante; pero había algo en los ojos del francesilla que no es fácilmente impresionable: brillaba allí ese acero vivo que es el alma de Francia.
—Caballeros—dijo—, me parece que ahora tengo los detalles. Habéis regido Inglaterra por cuatrocientos años. Por confesión propia, habéis vuelto la campaña inglesa invisible a hombres. Por confesión propia, habéis ayudado al triunfo de la urbe, del humo y de la confusión. Por confesión propia sois carne y uña con esos prestamistas y esos aventureros, que tenerlos a raya es la única misión y justificación en este mundo del caballero. Yo no sé lo que hará con vosotros vuestro pueblo. Mi pueblo os daría muerte.
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